3 de noviembre de 2007

Capítulo 4. Dobleces

Las hojas del otoño del despertar tardaron mucho más tiempo de lo habitual en comenzar a caer. La consulta de mi psiquiatra esta junto a un frondoso parque en el centro mismo de la ciudad, siempre que acabo una sesión vagabundeo un rato antes de volver a casa. Me gusta meter los pies en los montones de hojas caídas y sentir que te atrapan suavemente. Ese manto habitual en el mes de noviembre había desaparecido. La culpa era, según todo el mundo, de unos cuantos gases expelidos mayoritariamente desde los automóviles. Por el parque no había circulación pero se ve que los gases se movían deprisa. También había algunos grupos minoritarios de personas, algunas muy cualificadas, que negaban la autoría del cambio climático, argumentando que este había sido fundamentalmente una maniobra política para, entre otras cosas como ganar más dinero, convertir a las asociaciones ecologistas en nuevos partidos políticos con la dosis de violenta efusividad necesaria y suficiente como para generar un militante medio capaz de acometer ciertas agresiones paramilitares.

Algunas facciones de este nuevo ejército reposaban ahora junto a un templete mientras generaban entre varios bongos y tambores diversos una especie de ruido ambiental que recordaba al latir de un corazón femenino si lo escucha uno justo desde dentro del útero.

Fue así, con el regusto de mi propio alumbramiento en los oídos, cuando una mujer distrajo mi atención justo desde mi nuca.

- ¿Es usted verdad?

- Ajá, veo que me ha reconocido.

- Su música es para mi como la mano dulce de una madre que te arropa en una noche de invierno.

Creo que un poco me ruboricé. En gran medida porque no he escrito una sola nota en toda mi vida.

- Su cumplido es muy halagador. La vida tiene mucho más sentido cuando las cosas hermosas vienen juntas.

Ella fue la que se ruborizó entonces, y aproveché su debilidad hacia mi supuesto yo para ofrecerle café y bollería de la mejor calidad en apenas unos minutos en dirección este.

La pastelería, más grande que en mi recuerdo, estaba poblada de pequeñas ancianas vestidas un poco, para mi gusto, carnavalescamente. Agasajé a mi admiradora con napolitanas calientes mientras ella me ponía al día de las composiciones con las que mi otro yo había reconfortado su existencia en múltiples ocasiones. Prometí llamarla en pocos días para una audición privada. Ella salió con prisa porque debía volver a su trabajo para ocuparse de cierta reunión que según sus palabras le traía loca.

Me quedé en la cafetería tomando notas mentales sobre como sería, desde un punto de vista psicológico, mi doble. Me hubiese gustado conocerle y preguntarle si a él también le asedían las ardillas de El Retiro para pedirle unas nueces que nunca lleva encima.

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